Wednesday, December 17, 2008

Insomnio

La casa duerme. Los niños también, emocionados ante la perspectiva del día siguiente que, de acuerdo con la tradición, traerá el opíparo banquete de Navidad, el intercambio de obsequios y horas y horas de danzas, juegos y golosinas.

Bien poco saben ellos de tantos hogares cuyos festines serán cancelados, sin nada que celebrar. Ni saben de la angustia de sus progenitores queridos a lo largo de los minuciosos preparativos, angustia que hoy, mientras ellos sueñan, se acurruca entre mullidos edredones y apretura palpebral. En la chimenea las brasas permanecen encendidas —así lo marca la ley—, vigilantes, prudentes, por si a nuestro señor de traje rojo y barbas blancas se le ocurre visitar esta familia.

El padre no se abandonará al descanso, pero percibe que su compañera decidió drogarse para conseguir amanecer otro veinticinco de diciembre. Y mortificado la perdona. Él mismo ha bebido, tembloroso, seis o siete tragos. Se aferra a la almohada como quisiera tener aferrados a sus hijos —como quisiera tener aferrada la propia niñez, sus tan caros recuerdos.

El hombre piensa en Mireya, tierna y pizpireta como ninguna, de mirar límpido e innata nobleza. Cuántas ilusiones se ha llevado a la cama, cansada de pedirle a la madre, una última vez, el repertorio completo de los Cuentos de las Navidades Felices. Cómo mira el arbolito antes de retirarse, atiborrado de todas esas luces, festones y esferas, y cómo respira tranquila y despreocupada, con la inocencia y confianza propias de su edad y de una salud perfecta. Igual sucede con Diegolín, primoroso chiquillo que ha pasado las pruebas generales con óptimas calificaciones. El mismo examen físico que él y sus hermanos tuvieron que aprobar hace casi treinta años: y luego las repentinas desapariciones de compañeritos y vecinitos, y las lógicas explicaciones: vacaciones en fabulosos palacios, maravillosos viajes alrededor del mundo, premios increíbles, becas multimillonarias.

Acaso hoy evoca los hermosos juguetes en sus glamorosas envolturas, o los villancicos, o las mil razones para la resignación, para entregarse al destino. Abre, de súbito, los ojos. Teme que aparezcan desde el pasado las facciones yertas de Rosario y Martín —vuelve a cerrarlos.

Hogar, dulce hogar. Karina cumplió en abril doce años. De ella únicamente le preocupa que quede grávida muy joven, ¡desea que viva!, que se demore uno o dos lustros en parir criaturas en aras del Servicio, que la fortuna sonría para su bebé en los sorteos. Además le perturba la inminencia de tener, demasiado pronto, la obligación de explicarle el verdadero espíritu de Nochebuena —mil veces ha anticipado, abatido por la tristeza, el lúgubre momento.

¿Cómo pueden romperse de tajo las lindas fantasías pueriles sin que se rompa el corazón? Él, también, hace no muchos ayeres, creía...

Durante el año se escuchan rumores, se cuchichean esperanzas, se tejen alegrías. Se dice que hay quienes han tomado a sus críos y escapado a lugares remotos. ¿A dónde? Se habla de talismanes y amuletos, de fórmulas matemáticas y de supuestas cantidades exorbitantes de dinero que compran y garantizan inmunidad. Sábese de aquellos que nunca fueron tocados por la desgracia, ¡él no sabe de ninguno! Se dice que hay disidentes, rebeldes, hombres libres armados y dispuestos a todo. Pero conforme se acerca el invierno, no hay más certeza que la de quienes prefirieron acuchillarse con sus seres queridos o arrojarse de algún acantilado, abrazados de niñas y niños, espantados ante otra vigilia de mortal incertidumbre.

Afuera, la cellisca acalla el ulular de las aves de mal agüero, y el tiritar de los huesos del pobre hombre disimula el ruidoso reptar de los basiliscos. A ratos llega el silencio, y entonces oye el pezuñerío de los renos en el tejado, infernales cascabeles y estentóreas carcajadas. Es una imaginación que se sale de cauce e imagina esa cruel boca junto a los oídos de los pequeños, musitándoles que ya es hora, que es tiempo de partir para siempre jamás —y los olfatea con delectación. Es su conciencia que grita que las cosas podrían ser de otro modo, mas el grito se apaga entre sollozos y en cada lágrima cuajan añoranzas de aquella infancia dorada, dulquérrima, dichosa: cuando creía, cuando Santa —Santa Claus— sólo era un mito.

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