Thursday, October 29, 2009

La Edad de Oro

No sé por qué le dicen la 'Edad de Oro', si yo tuviera la oportunidad de ponerle nombre, en algún congreso de Biografía o de Psicología Evolutiva, la llamaría la "Era de cuando juntábamos corcholatas", para mí, tan trascendental como fue, en el desarrollo de la humanidad, el descenso de los árboles o los kokemodingos, y sin la que no podría yo entender mi historia personal. Sin embargo, nunca supimos para qué juntabamos corcholatas.

Ahora con las taparroscas, los tetrapakes y tanto tipo de frasco tan ingenioso, casi nadie recuerda las corcholatas. Pero ellas fueron imprescindibles para la distribución de los refrescos: las cocas, las pepsis, los oranchis y el sidral mundet carecerían de significado alguno si no hubieran pasado aquella etapa; ¡ah!, y qué decir de las cervezas. Mas nunca supe de alguien que supiera para qué juntábamos corcholatas.

Fue allá entre tercero y cuarto de primaria, quizás hasta el quinto, que una de las principales preocupaciones mías y de mis compañeros fue coleccionar esos interesantes artilugios consistentes en una mini-cazuelita de hojalata con un sello de corcho —luego los hubo de goma, incluso de papel plastificado— y pintada con la marca registrada del respectivo contenido de las botellas. Y digo que nunca supimos para qué juntábamos las corcholatas porque después, con las latas, el periódico viejo y el cartón, sí que obteníamos las que para esos años eran pingües ganancias con las que irnos de campamento, mas con las tapitas, fichitas, o como quiera que les digan en otros lugares de Latinoamérica, nada. A veces utilizábamos una como sucedáneo de balón de futbol: una, acaso dos, las demás eran para el cofre del tesoro. Con fines experimentales poníamos algunas en los rieles del tren, las que luego ocuparon los lugares de honor en la exhibición, en un estuche viejo o una tablita forrada de terciopelo.

Hay cosas que recuerdo de esta época: el cálculo mental, el campo de tierra, las broncas a la salida... Y de los sonidos, el que mejor recuerdo es ese restregarse de unas contra otras, de tintinear en el bolsillo o en un costal, o el de aventarlas con una sofisticada técnica de prestidigitación a la manera de un platillo volador, raudas y sibilantes.

Los mejores lugares de reunión para nuestra cofradía de cazadores-recolectores de corcholatas, eran esas esquinas donde una miscelánea de tráfico pesado había provocado un trencadis de corcholatas aplastadas sobre corcholatas aplastadas por infinidad de vehículos, un despliegue multicolor de un profundo contenido místico para los iniciados.

Hoy los tiempos han cambiado, hay pantallas de televisión de plasma, teléfonos celulares, convertidores catalíticos y telescopios en órbita, hay envases de refresco de cuatro litros y paquetes de cinco tuinquis guonder, los hombres toman viagra y las mujeres agua de bonafont fem, todo mundo tiene cablevisión y los Estados Unidos siguen en Irak. Pero todavía no sabemos —yo creo que nunca nadie lo va a saber— para qué juntabamos corcholatas.