Monday, December 31, 2012

Amanecer en rojo


Uc Balaar Mexel contempla el mural, casi a punto de ser concluido y sellado en la pirámide.  La Profecía está también a punto de cumplirse y el planeta que durante millones de años fue hogar para la Familia del Hombre tiene no más de treinta horas de vida.  Camina fuera de la futura Ciudad Sagrada y va pensando en la consagración y en el trazo de las aldeas... Suspira, y en el atrio exterior otea hacia el horizonte, sus ojos cansados buscan algún otro presagio, más señales, mas no imagina el día de mañana, el postrer ocaso de la Tierra —de sobra lo ha visto en sueños, de sobra ha sido dibujado..., ¿cuántas y cuántas estelas se han labrado? Pasan por su mente el jaguar y el quetzal de pĺumas tricolores, la selva umbría y los equinoccios de Kukulkan... Los mayistas y sus piktunes y kalabtunes, ¡qué pueriles!

Pero sus ensueños vuelven una y otra vez a él.  ¿Fue acaso la sangre? El abuelo de Uc era un hacendado Alemán de Ocozocoalco, y a su abuela se la llevaron a trabajar a la casa grande cuando sólo tenía doce años y su madre nació al año siguiente.  En realidad su mestizaje le hubiera impedido ser Sumo Sacerdote, se coló al puesto acaso porque no quedaban muchos del linaje, acaso por la matanza de caciques blancos cuando se le vio arrancar corazones a diestra y siniestra. Piensa que él —el hombre de rojo— tiene un cierto parecido con su abuelo en sus años terminales, la última vez que lo vio. Y si le avisó a éste otro hombre ajeno al pueblo maya no fue por traición, sino para no sentirse tan solo en este mundo.  Y su divagar lo regresa al horizonte, que el día después de mañana se teñira de un rojo aún más intenso.

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Mireya y Karina están emocionadas, ¡por supuesto que no creen que el Mundo se vaya a acabar!, pero están felices de que hayan adelantado la Navidad para la noche del 21.  Si la medida fue un acuerdo entre las naciones para un cese al fuego en Medio Oriente o nomás por «si acaso», las tenía sin cuidado.  Las cartas, las calcetas y la merienda están a punto, y el arbolito se va a quedar prendido toda la noche, ellas ya no aguantan más, ayer no durmieron por estar en la misa de gallo y en la procesión de madrugada, ¡que raros sus pápás!, rasgándose las vestiduras junto con los de la Iglesia y llevándolas al mall para ver juguetes.  Sería tal vez que lo de anoche no haya sido más que para cansarlas y evitarles ver a Santa,  como lo habían estado planeando durante los dos meses recientes.

En lo que se dormían se pusieron a platicar del Fin del Mundo, ¿cómo sería si fuera cierto?, ¿explotaría el Sol?, ¿la canica azul famosa? Por alguna razón se imaginaban que todo se pondría muy rojo y se preguntaban como se vería desde el espacio, y si sus padres les avisarían cuando llegara el momento y las llevarían al dintel de la puerta de la sala y las abrazarían muy fuerte como cuando los sismos.  Habían leído el Apocalipsis pero les parecía ridículo, eran más espectaculares muchas de las películas que habían visto, incluso en caricatura.  En sus cabecitas infantiles no había lugar para tanta tragedia, pero Santa Claus... Santa Claus, ése sí que es de a de verás, en los pocos diciembres que recuerdan nunca les ha fallado.

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Ha terminado de empacar el trineo y voltea una vez más al Palacio, los duendecillos lo despiden como todos los años y piensa si volverá a ver el Polo Norte —o cualquier otro sitio del tercer planeta, para ser realistas—, pero se ríe de sí mismo, «jo-jo-jó», ¡no son más que patrañas!  Va a ser igual que siempre, tirar millones de galletitas y litros de leche por el drenaje, certificar que los papás hayan comprado lo más parecido a lo que los niños han pedido, inspeccionar chimeneas, dejarse ver únicamente por un reducido número de elegidos —vaya, para atizar la fe con evidencias— y regresar a casa, unas merecidas vacaciones y a fabricar más juguetes antiguos para los duendes.

En sus vuelos anuales le gusta probar las propiedades aerodinámicas del trineo, la potencia de sus ocho renos mágicos.  Disfruta enormidades —siempre con su jo-jo-jó— los pases rasantes, los rizos, los toneles y las barrenas.  Pero hoy siente que no va a tener ánimos, ¡malditas corazonadas! A su lado están los seis duendecitos y las seis duendecitas que cupieron, que viajan aterrados en el piso del vehículo, tuvo que amarrarlos para que vinieran, nunca se había traído a nadie, sólo por si acaso... Lillehammer, primera parada, y se pasa las palmas de las manos por el traje rojo, a modo de plancha improvisada. Y el costal lleno de sus pertenencias más personales.

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Santa Claus comprende ahora todo, «Dasher, Dancer, Prancer, Vixen, Comet, Cupid, Donder, and Blitzen, ¡arre!, ¡arre!»

Mireya y Karina nunca sienten nada, se disuelven de manera instantánea, lo mismo que el castillo de princesas y las bicicletas debajo del árbol..., y el árbol.

Los fieles lo acompañan en los momentos extremos, curiosos de ver como será la catástrofe, pero el Halac Uinich busca otra cosa en el horizonte, bastante ha profetizado como para que le interese una explosión por más que sea de dimensiones colosales.

La vigilia acaba cuando la luz del Sol roza el hemisferio visible de la Tierra, el estallido es en azul, verde y amarillo y en pocos minutos el firmamento es de un blanco intenso.   Esto pasó hace unas pocas horas y aumenta la angustia de Uc Balaar Mexel, quien no suspira aliviado sino hasta que distingue contra la explosión la silueta del trineo y su corpulento tripulante, perseguidos cada vez desde más lejos por una llamarada.  Siente que otra llamarada lo traspasa —una de hielo—, no es otra profecía: es el último aliento de dos niñas que salió disparado en su dirección.  Amanece en rojo y así será de aquí en adelante, en Tata'atz, Al-Qahira, Chichilcitlalli, Timud, Ares..., Marte.  Es el planeta rojo, ¡todos los amaneceres son rojos!