Thursday, November 20, 2003

Sarta de aventuras

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¡Ah!, la primavera amigos... y yo al final del otoño de mi vida. ¡Mas no siempre fue así! Acérquense y les contaré por qué, bajo mi mando, las Huestes de la Emperatriz del Añil Firmamento disiparon para siempre la amenaza de los alados demonios que llegaron de la Mesopotamia. Aquellos mismos engendros que devastaron el Continente Occidental, haciendo esclavos eunucos de todos los hombres y amancebándose con las mujeres jóvenes, asesinando a las viejas y preservando en oscuros calabozos a las niñas —divirtiéndose en asustarlas con horribles alimañas y torturándolas por las noches como remedio contra el insomnio.

Estábamos en desventaja numérica pero diseñé la estratagema que me hizo tan célebre que aún hoy, en Ciudad Nadir, exactamente en las antípodas de nuestro amado Monte Bramwygal, juglares y trovadores cantan mis hazañas, atribuyéndoselas a míticos héroes y fabulosos hijos de los Dioses. El castañeo de las jarras se acalla cuando el bardo de turno, con su historia empapada de cerveza y la garganta ahíta de cantar, comienza a narrar mis travesías, mis desencuentros, mis periplos..., mi suerte —mientras el dueño empieza su cotidiana rutina de pulir hasta el brillo inmaculado la cubertería de plata y finge que no escucha el poema de mis aventuras. Pero hoy es ante ustedes que está, en el ágora y por unos cuantos fierros narrando sus aventuras, el general favorito de la más grande y amada soberana que conocieron las Edades. Arrojadme algún dobloncillo adicional y quizás os cuente de otras formas en que amé a tan augusta majestad.

Mi sombrero y sus viejos agujeros son todo lo que queda de mi piel de batalla mas todavía tienen cupo para su dinero, ¡éso es!, aprovéchense de mí, en ningún lado encontrarán leyendas tan baratas ni aventuras más verídicas que las mías. Hasta les platicaré que comencé como un sucio recolector de bayas en el País de los Bárbaros, con mi pobre familia que buscaba cobijo en la ruinas de los antiguos y que aprendió a leer en las inscripciones de los monolitos. ¡Gracias madre querida!, ¡dulce consuelo hoy en mi vejez! ¡Arrúllame cuando llegue mi hora! Sí, mis hermosas damas y gentiles caballeros, ella conocía las letras y me enseñó. Mantened alejados a sus rapaces y hacedme también el favor de no rebasar la raya. Mi voz potente es todo lo que me queda y alcanza para una tarde completa de historias.

Y son únicamente historias lo que me tocó vivir, nunca pasé más de una luna sin tener que usar la espada y no recuerdo haber soñado sino cuatro horas de un tirón y con la mitad de la cabeza en alerta. Les juro que, en cierta ocasión, seguía yo dormido cuando tuve que matar a tres hombres que trataron de sorprenderme en mi propia tienda. Recuerdo un día en que cabalgué hasta que pasaron seis noches, luego de pedir que me amarraran a un asta improvisada sobre mi montura y con una caña de xuc en mi boca sorbiendo de la tinaja calada a mis espaldas. Durante esa travesía repetí cual tarabilla, dos veces, todos los capítulos del Libro Sagrado de la Jera. ¡Acompáñeme!, porque hoy repito todo de mi memoria, sin cambiar un adarme a la epopeya de mi vida —¡Ea!, ¡muchachita!, guarde su calderilla, ¡le acepto un beso!

Dejé mi tribu siendo casi un niño. Me uní, con la bendición de mis padres, a una caravana que se dirigía al poniente a embarcar sus mercaderías en los puertos del Mar de las Islas, y me embarqué yo con ellas a despecho del aquilón que se convertía en el huracán que me lanzó a la costa de Caletre, justo en la metrópoli de la recién Coronada Diosa vivente, a la que dejé de servir el día que fue recogida por la muerte. Le hice, como ya les conté, más de un servicio, sin beneficiarme nunca de ello. Me enlisté como tantos otros chamaquillos de ojos soñadores, y a fuer de mis propíos méritos llegué a comandar el más grande ejército que conociera el Mundo. ¡Erria, erria!, que mis palabras necesitan la música del tintineo del escaso premio que vuestras mercedes quieran concederme.

Pero comienzo, y disculpad si leo, ¡no vaya yo a mentir! «Los dirigibles que se quemaban en la planicie la noche del solsticio de invierno eran todos los de la orgullosa flota de la Famosa Emperatriz del Sol. Siendo yo el Caudillo, no tuve más remedio que obligar con esta medida extrema a mis mesnadas, para seguir rumbo a la fortaleza de Burj-Kes, bastión principal del Mbusa Ngiri. En una de las inscripciones mi madre y yo leímos que los soldados más fieles lo son porque en sus corazones ya perdieron la batalla. Aquella madrugada, todos se hubieran ofrecido para asesinarme a la luz de la colosal hoguera que era la llanura en la que habían aterrizado sus naves voladoras ssiete días antes, mas un par de horas después no había uno sólo que no estuviera ansioso de marchar a la conquista de la legendaria Ciudad de las Torres de Ámbar.

«Los oficiales mercenarios nunca desconfiaron de mi capacidad sino hasta esa mañana cuando las tropas fueron diezmadas por los arqueros del infierno, fuímos tomados por sorpresa y al serme requeridas las órdenes me hallaron paralizado —hoy todos saben que no de terror, sino de incredulidad y decepción. Fue en ese momento que se rompió la racha de éxitos y triunfos que nos había acompañad desde que salimos de la Patria. Por eso dispuse la deflagración de los dirigibles, incluso de mi fiel, la hermosa Wiraru Iridiscent...»

¡Ahora tengo sed!... ¡Tú, chiquillo!, toma dos, tres piezas de a cinco, ¡no más! y tráeme una jarra, el resto sentaos, o iros, no importa... de aquí en adelante la saga se deshilacha sola. Pero estad atentos si deseáis oir de la noche perpetua de las brujas, y de sus cazadores los arcángeles, jurados masacradores de las que beben del hontanar la muerte-viva. Prestadme oídos si queréis asombraros con mis desventuras en el pueblo de los semiríes, nación de rostros y cuerpos hermosos cuyas hembras son los machos.

¡Encended una hoguera que arrecia el frío! Y debo revelarles, ¡Los Altísimos me perdonen!, que nuestro Emperador Ungido, que a la muerte de su madre me echó a la calle, es mi hijo, cuyo secreto traiciono nada más porque en este crepúsculo mi lengua corre a mayor velocidad que vuestra munificencia. ¡Que se conserve muchos años y sea próspero su reinar y nunca le falte a mi tierra su égida! Y, si amanecen conmigo, a la aurora estarán a pequeños pasos de conocer el secreto de la vida eterna y la única fórmula magistral que provoca el muy leal amor ciego; los siete conjuros para invocar al maligno en caso de necesitar vender alguna vida inútil; y de como se entrenan para la guerra los iguanodontes; y de los abominables piratas del aire que degüellan doncellas para beber hasta la última gota de sangre virginal... Y para esos dolores de los huesos traigo el elíxir de Turandas ¡porque habéis de saber que fui yo quien capturó a la Sanctamaru con su cargamento de polvos, pócimas y mejunjes!

Y plugue a los Inmortales prestarme saliva para soñar con vosotros las prostitutas sagradas de Nimra, las fiestas interminables de Mezclisi, mis correrías en tantos años que tuve de oro, el oso que me comí para apaciguar al Rey de Merkior y de las cabezas reducidas con las que compré a su hija.

¡Andáis en busca de aventuras? No os afanéis más, aquí las traigo a plenitud, todas ellas reales y vividas de primera mano. Esta noche el mundo se detiene a escuchar a este anciano, de garganta reseca y palabras que se le escapan ávidas de ser cinceladas en vuestros blandos corazones. ¡Ah!, la primavera... y yo al final del otoño de mi vida.