Sunday, June 19, 2005

Un incidente de aviación

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Era un vuelo tranquilo, pero la presencia de un enorme animal peludo sentado tres filas adelante comenzaba a inquietarme. Singular paradoja, porque nadie parecía percatarse de la incongruencia de la situación.

Traté de pensar en otra cosa, mi timidez impedía que preguntara acerca de tan absurda presencia y mejor miré por la ventana, desde donde pude distinguir, disimulado por las nubes, el Oceáno Atlántico. Más increíble me pareció aun que la señora de junto, una como de sesenta años, comenzara a explicarme que el oso de anteojos sudamericano, cuya especie estaba representada en este vuelo 602 es, de entre los Úrsidos, el único pariente vivo del famoso panda; y que si hubiéramos llegado tan solo unos instantes cósmicos antes a la escala evolutiva, habríamos conocido también a los no tan célebres osos de cara chiquita y de cara grandota, y al oso cavernario de Florida. La señora por fin se calló, mas un rato después pude escuchar que balbuceaba algo acerca de los Tremarctinos, mientras un hilillo de saliva que le escurría de las comisuras alejó mi mente de la bestia que en ese momento recibía una copa de champaña de la azafata.

Las manos me sudaban de forma copiosa, y las dudas acerca de mi cordura me obligaban a clavar una y otra vez la vista en el enorme oso que ahora tenía un libro entre las manos. Lo que más me chocaba era que su lucecita fuera la única prendida, el resto de los pasajeros estaba viendo la película.

De súbito, sonó la campana que anunciaba que era necesario abrocharse el cinturón de seguridad. Acababa de empezar lo que parecía ser una fuerte turbulencia. Se prendieron las luces e instantes después se escuchó una explosión. Lo confuso de los minutos que siguieron hizo casi imposible que la tripulación explicara el procedimiento de emergencia. Los alaridos, imprecaciones y gimoteos saturaron la atmósfera. Lo que estaba claro era que en un muy breve lapso habría un amarizaje de emergencia, violento en extremo, y que el peligro era gravísimo e inminente.

Entonces reparé en el oso, a quien había olvidado por completo. Su semblante sereno me tranquilizó, y pude ver que en cuantos volteaban a verlo surtía ese mismo efecto. Con calma, comenzó a ponerse el chaleco flotador, aunque era notorio cómo le costaba trabajo, dado lo torpe de las zarpas y lo reducido del tamaño de la prenda salvífica.

Yo era, quizás, el único consciente de lo estrambótico de la escena. Pero eso ya no importaba, ni importaba la cháchara de la surreal señora a mi lado, ni importaban todas mis elucubraciones de las dos últimas horas. Mientras ponía atención a las minuciosas indicaciones visuales de mi guía, confié en que, ya a la deriva en el Océano Pacífico, él estaría allí, asumiéndose como líder y capaz de conducirnos a todos hacia la salvación.

Ahora lo sabía, ya había yo vivido este accidente, morí en una terrible catástrofe, en un vuelo 602 México-Madrid sin nada de especial, sin ningún pasajero excepcional. Y este déjà vu, incompleto y con el oso añadido, no era sino un eco. No obstante, es posible que yo no muriera así, y que nunca hubiera un vuelo 602, sólo mi deseo, asaz insatisfecho, de conocer Europa.

No sé, tampoco, si ésta es la única réplica de mi ser, acaso estoy muerto desde hace años y mi memoria vaga en pena soñando experiencias cada vez más frágiles, mientras mi persona se diluye poco a poco en la nada hasta que lo más natural sea no haber nunca sido. Cuando vivo, lo principal era no estar muerto, aunque muerto lo que hay que destacar es nada, no hay nada contra lo que comparar este estado...

Soy un oso de anteojos sudamericano que viaja en el vuelo 602 México-Madrid, parece que no he llamado la atención de nadie, excepto la de aquel señor que estaba sentado aquí atrás. Algo me perturba, sin embargo, el piloto se parece a Luis XIV. Espero que haya champaña.