Wednesday, December 17, 2008

Stille Nacht [Jeribeque cinematográfico para Ana Cecilia]

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Alles schläft; einsam wacht
Nur das traute heilige Paar.
Holder Knab im lockigten Haar,
Schlafe in himmlischer Ruh!
Schlafe in himmlischer Ruh!

A lo lejos, el pesebre con María, José, los animales y el niño. Una docena de pastorcillos se acerca, vienen reverentes y tímidos, casi con miedo. La cámara se acerca con lentitud hasta hacer un close-up del recién nacido. La música, que ha ido in crescendo a partir de la cota mínima, se distingue ahora en toda su claridad. Se trata de Noche de Paz pero, cuando aumenta la resolución auditiva, resulta evidente que escuchamos un idioma extranjero. De manera efectista, el director escogió el original en alemán.

No es importante premio alguno, a pesar del envío de copias a los festivales. La verdad es que la obsesión es por el mensaje: la tiranía se extiende sin que nadie pueda imaginar siquiera detenerla. Resulta obvio que la alusión al Medio Oriente tiene dedicatoria, máxime porque ésa es la cuna del sustrato ideológico de la superpotencia. Es diciembre, las guerras siguen viento en popa y cada vez hay menos oposición, quizá por la represión más y más descarada.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Gottes Sohn! O wie lacht
Lieb´ aus deinem göttlichen Mund,
Da schlägt uns die rettende Stund´.
Jesus in deiner Geburt!
Jesus in deiner Geburt!

La cámara panea con meticulosidad hacia el desierto, hacia la entrada tan pomposa de los Magos. De pronto, en una complicada serie de reverse shots reconocemos a la mayoría de los protagonistas: el carpintero, la madre, los ángeles que aparecen desde lo alto, las virginales cabrilleritas..., ¡hasta el famoso centurión que rompe en llanto! Muy pronto se atiborra una multitud en la escena, son miles de lugareños y otros tantos peregrinos. La música se ha vuelto un sonsonete de tan repetida. De pronto, se escucha un zumbido a lo lejos, casi en off, como si el soundtrack se hubiera contaminado.

La suma de toda la crueldad de la Civilización combinada con lo que representa el mayor caudal de bondad con que cuenta Occidente. Habrá quien se rasgue las vestiduras, pero sabe que la crítca no durará sino hasta que le caiga encima la censura. Sus esperanzas están al otro lado del océano, en una Europa que tal vez alcance a despertar, o acaso en un Mundo Tercero que de no tener mucho que perder pudiera reaccionar al mensaje.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Die der Welt Heil gebracht,
Aus des Himmels goldenen Höhn
Uns der Gnaden Fülle läßt seh´n
Jesum in Menschengestalt,
Jesum in Menschengestalt.

El ruido es ahora más definido, los helicópteros barren la arena y el aire se inunda con ráfagas de plomo y bengalas de magnesio. Es posible, no obstante, escuchar el coro celestial que persiste junto al villancico navideño. Cuando los tanques entran, aplastando todo a su paso, pequeños arroyuelos de sangre se insinúan en la pantalla. Cuando las bayonetas, en fake shemp, comienzan el acuchillamiento, la melodía se apaga con los gritos de las mujeres siendo violadas. Aumenta el rugir de las máquinas, el crujir de huesos. Un soldado llega hasta María y le introduce un tolete en la vágina, sus compañeros llegan y orinan encima de la pobre niña.

Esto sucede en todas partes, las huestes del Imperio matan, violan, se extasían con el sufrimiento de los inocentes. Se sabe de muchos lugares en donde, a pesar de no existir un ejército al que enfrentar, se aplica todo el protocolo de tácticas de devastación, estos marines se alimentan del dolor, de la muerte lenta, de la falta de corazón de generales y senadores.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Wo sich heut alle Macht
Väterlicher Liebe ergoß
Und als Bruder huldvoll umschloß
Jesus die Völker der Welt,
Jesus die Völker der Welt

El juego con las aperturas de campo se combina con un flujo óptico desesperado y desesperanzado. Un oficial, eufórico, carga una criatura hacia el alambrado de púas recién construido por los zapadores, con dos fusiles hace una cruz y ordena que amarren al niño a ella. Con una pala de campaña otro le perfora el costado. Le ponen una corona de espinas y un letrero pirograbado que establece que aquí murió el Rey de los Judíos.

En el estudio, se comienza la edición, los camarógrafos embalan sus equipos y todos brindan por el éxito del cortometraje, se trata de mujeres y hombres valientes, con sólidas convicciones. Es menester que todo esté terminado está misma noche, mañana muchos andarán huyendo. Se escucha un zumbido, una mano intenta bajar el volumen de la grabadora que hace unos instantes alguien encendió para escuchar una vez más Noche de Paz, pero la explosión de una granada provoca las primeras muertes.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Lange schon uns bedacht,
Als der Herr vom Grimme befreit,
In der Väter urgrauer Zeit
Aller Welt Schonung verhieß,
Aller Welt Schonung verhieß.

Los soldados ingresan al galerón con inusitada e inútil espectacularidad, un negro enorme se baja los pantalones y se abalanza contra la continuista, pequeña de catorce años —hija del asistente, quien sucumbe ante un machetazo cuando intenta salvarla— a la que penetra con el salvajismo acostumbrado. Las ametralladoras ronronean —dechado de original brutalidad— las notas del villancico, mientras que doscientos hombres —ebrios de lujuria, heroína y matanza— balbucean los versos... en inglés. Al director lo crucifican sobre dos polines que rebotaron por ahí, le clavan en la cabeza una botella rota de bourbon y le rocían en los ojos un spray de laca.

Al tiempo que expira, viene a su mente una imagen perdida en la infancia: una tarjeta navideña, que ahora cobra vida y se despliega ante él con fondo musical, Noche de Paz, Silent Night..., Stille Nacht! A lo lejos, el pesebre con María, José, los animales y el niño. Una docena de pastorcillos se acerca, vienen reverentes, tímidos, casi con miedo... El recién nacido...

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Hirten erst kundgemacht
Durch der Engel Alleluja,
Tönt es laut bei Ferne und Nah:
Jesus der Retter ist da!
Jesus der Retter ist da!

Insomnio

La casa duerme. Los niños también, emocionados ante la perspectiva del día siguiente que, de acuerdo con la tradición, traerá el opíparo banquete de Navidad, el intercambio de obsequios y horas y horas de danzas, juegos y golosinas.

Bien poco saben ellos de tantos hogares cuyos festines serán cancelados, sin nada que celebrar. Ni saben de la angustia de sus progenitores queridos a lo largo de los minuciosos preparativos, angustia que hoy, mientras ellos sueñan, se acurruca entre mullidos edredones y apretura palpebral. En la chimenea las brasas permanecen encendidas —así lo marca la ley—, vigilantes, prudentes, por si a nuestro señor de traje rojo y barbas blancas se le ocurre visitar esta familia.

El padre no se abandonará al descanso, pero percibe que su compañera decidió drogarse para conseguir amanecer otro veinticinco de diciembre. Y mortificado la perdona. Él mismo ha bebido, tembloroso, seis o siete tragos. Se aferra a la almohada como quisiera tener aferrados a sus hijos —como quisiera tener aferrada la propia niñez, sus tan caros recuerdos.

El hombre piensa en Mireya, tierna y pizpireta como ninguna, de mirar límpido e innata nobleza. Cuántas ilusiones se ha llevado a la cama, cansada de pedirle a la madre, una última vez, el repertorio completo de los Cuentos de las Navidades Felices. Cómo mira el arbolito antes de retirarse, atiborrado de todas esas luces, festones y esferas, y cómo respira tranquila y despreocupada, con la inocencia y confianza propias de su edad y de una salud perfecta. Igual sucede con Diegolín, primoroso chiquillo que ha pasado las pruebas generales con óptimas calificaciones. El mismo examen físico que él y sus hermanos tuvieron que aprobar hace casi treinta años: y luego las repentinas desapariciones de compañeritos y vecinitos, y las lógicas explicaciones: vacaciones en fabulosos palacios, maravillosos viajes alrededor del mundo, premios increíbles, becas multimillonarias.

Acaso hoy evoca los hermosos juguetes en sus glamorosas envolturas, o los villancicos, o las mil razones para la resignación, para entregarse al destino. Abre, de súbito, los ojos. Teme que aparezcan desde el pasado las facciones yertas de Rosario y Martín —vuelve a cerrarlos.

Hogar, dulce hogar. Karina cumplió en abril doce años. De ella únicamente le preocupa que quede grávida muy joven, ¡desea que viva!, que se demore uno o dos lustros en parir criaturas en aras del Servicio, que la fortuna sonría para su bebé en los sorteos. Además le perturba la inminencia de tener, demasiado pronto, la obligación de explicarle el verdadero espíritu de Nochebuena —mil veces ha anticipado, abatido por la tristeza, el lúgubre momento.

¿Cómo pueden romperse de tajo las lindas fantasías pueriles sin que se rompa el corazón? Él, también, hace no muchos ayeres, creía...

Durante el año se escuchan rumores, se cuchichean esperanzas, se tejen alegrías. Se dice que hay quienes han tomado a sus críos y escapado a lugares remotos. ¿A dónde? Se habla de talismanes y amuletos, de fórmulas matemáticas y de supuestas cantidades exorbitantes de dinero que compran y garantizan inmunidad. Sábese de aquellos que nunca fueron tocados por la desgracia, ¡él no sabe de ninguno! Se dice que hay disidentes, rebeldes, hombres libres armados y dispuestos a todo. Pero conforme se acerca el invierno, no hay más certeza que la de quienes prefirieron acuchillarse con sus seres queridos o arrojarse de algún acantilado, abrazados de niñas y niños, espantados ante otra vigilia de mortal incertidumbre.

Afuera, la cellisca acalla el ulular de las aves de mal agüero, y el tiritar de los huesos del pobre hombre disimula el ruidoso reptar de los basiliscos. A ratos llega el silencio, y entonces oye el pezuñerío de los renos en el tejado, infernales cascabeles y estentóreas carcajadas. Es una imaginación que se sale de cauce e imagina esa cruel boca junto a los oídos de los pequeños, musitándoles que ya es hora, que es tiempo de partir para siempre jamás —y los olfatea con delectación. Es su conciencia que grita que las cosas podrían ser de otro modo, mas el grito se apaga entre sollozos y en cada lágrima cuajan añoranzas de aquella infancia dorada, dulquérrima, dichosa: cuando creía, cuando Santa —Santa Claus— sólo era un mito.