Monday, June 3, 2002

KENACJERIQ

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Este rey no quería una Enciclopedia que sintetizara el conocimiento total fuese antiguo o moderno de la humanidad, ni un mapa que replicara punto por punto o de extremo a extremo los detalles del mundo conocido... Este monarca era literal —o literario, si ustedes lo prefieren— y encargó a sus sabios, artistas, ministros y mariscales, la confección de la Obra Cumbre, Definitiva y Absoluta de las Letras y Ciencias Universales.

Al cabo de un año regresaron los Ilustrísimos a la sala del trono. Con ellos traían una serie de doscientos ochenta y cuatro trilogías con la más exquisita, exhaustiva, exaltada y extensa de las Comedias Humanas, y ciento dieciséis tratados en —cada uno en uno o varios volúmenes— acerca de cualquier cantidad de disciplinas científicas. Pero el Gran Gobernante hizo cuentas y decretó que todo podía caber en una docena de tomos en piel.

Transcurrieron seis meses más. Aquellos eruditos estaban de vuelta. Ahora, la pieza maestra se componía de una novela principal, seis secuelas y los correspondientes anexos y separatas . Cada una de ellas mayor (estilística y trascendentalísticamente hablando) que la anterior. Sin embargo, Su Majestad ordenó comprimir los libros en una sola biblia que fuera igual de magnífica que aquellos. Los asuntos del Estado y alguna desflorable sunamita requerían de su urgente atención.

Meses después exigió un solo capítulo: El Capítulo. Cuando se lo trajeron decidió que la Gran Obra de la Creatividad Humana —cambio de título— quedaría plasmada en una cuartilla a doble espacio.

En atención a tan altas órdenes, la escribieron. Las crónicas dicen que el papel brillaba con luz propia e incluso cantaba una melodía arrobadora. Tampoco la aceptó.

Entonces le llegó la Iluminación: la anhelada Magnum Opus consistiría de una sola palabra. Para entonces el Rey era ya el celebradísimo filósofo, historiador y hombre de letras que la historia registra como cúspide del pensamiento occidental y, cuando tuvo entre las manos el sobre con el fruto de todos sus esfuerzos, convocó a un Jubileo de Muy Especial Magnitud. Nadie dejó de asistir —ni propios ni extraños— a esta Gran Ocasión como nunca vieran Los Siglos.

Con su musical voz, ante el silencio total del Universo, pronunció el breve y sucinto conjunto de letras que contenía Todo y omitía Nada:

KENACJERIQ

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Thursday, May 2, 2002

Metempsicosis

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El bracmán llegó, a duras penas y casi vencido por la fatiga, al final de la vereda. La caverna de su Iluminación primera estaba a no más de unos cuantos pasos. Se detuvo a la sombra de la ceiba que él mismo plantara setenta años atrás, y meditó. Pasaron las horas. A medianoche alzó los ojos hacia un Aldebarán que ya asomaba en levante. Mediaba octubre y la luna era nueva, lo que hacía destacar, con intensidad y hermosura, al Cinturón Tereshkova, con su plétora de satélites, estaciones y aparcaderos espaciales: "El rubí en el ojo del toro y el collar de diamantes."

Ingresó al viejo refugio en la roca, nada había cambiado, la selva aún cuidaba de este olvidado paraje —mas sabía que no por mucho tiempo. La construcción del canal de Tehuantepec haría obsoleto este sitio de paganos y brujos, de leyendas y claves universales ocultas desde el principio mismo de La Era.

Luego de reunir un poco de yesca, se recostó, la cabeza reclinada en la antigua oquedad de años tempranos. Muy pronto, estuvo dormido y soñando.

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La amada cordillera del Himalaya se erguía al norte, él sabía que estaba naciendo pero su madre no lo entendería nunca, o tal vez sí y ese fue el significado de aquella última sonrisa, única e incomparable con nada que después contemplaran sus ojos.

Nunca había soñado otra cosa, aunque durante muchos años estuvo convencido de que los sueños, los sueños verdaderos, existían: sólo era que él no los recordaba. Pero no era así. Y sabía por qué. Ésta sería la última vez que ocupara un cuerpo terrenal. "Ésta es" —pensaba a menudo— "mi encarnación final, la definitiva; al terminar estos mis días recordaré todas las vidas que he dejado atrás."

El desprenderse de esta postrer manifestación corpórea, sería como... bueno, no lo sabía. Pero en múltiples ocasiones había jugado con la idea. Pensaba en el Jesús de los cristianos quien, de haber existido sería tan humano o tan divino como cualquier mortal en tránsito hacia el Nirvana y, si de alguna forma los relatos tenían fundamento en la realidad, la metáfora, la del peso de todos los pecados de todos los humanos, se convertía en la cruz con el peso de todas las vidas de un único ser humano. Más que suficiente. ¿Habría él bracmán conocido en su tiempo al Nazareno, a Buda, a Sócrates?

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Al amanecer cocinó con un poco de agua la última porción de tsampa que le restaba, la última de esta estancia sobre la Tierra. La última de todas sus estancias sobre la Tierra. El clímax de la metempsicosis acaecería en cualquir momento, y comenzó a desearlo con todas las fuerzas de que es capaz un ascético cuerpo de ciento treinta años y un espíritu que, posiblemente, se remontaba varios cientos de millones de años en el pasado.

Sabía que habría una recompensa al final del camino y él estaba pronto a recibirla, era un bracmán de la más elevada de las castas. Había observado los preceptos y entendido todo lo que había que entender en este mundo, cualquiera de sus maestros y discípulos le diría que un hombre de su categoría no podía ser un punto más perfecto, de serlo estaría ya confundido con la divinidad, libre de todo deseo, libre ya —totalmente— de la rueda de los nacimientos, y con el perfecto recuerdo de todas sus vidas, ¡y toda la eternidad para analizarlas y revivirlas a placer! No había ya otro estadio intermedio, él estaba por convertirse en La Causa Primera.

De súbito, entró en trance, un éxtasis que comprendió era definitivo. Este amasijo de carne y huesos nunca regresaría al mundo.

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La inveterada danza de las reminiscencias…

Un leñador en la periferia de Mohenho Daro, un leproso en Tebas, un pochteca en el viejo camino a la Gran Tenochtitlán. La mujer de un esquimal en algún lugar de Groenlandia, una prostituta sagrada en el templo de Astarté, una mujer que nunca dejó pisadas en el Rift hace tres millones de años. Se embarcó hacia el oriente en la última isla de la Polinesia y nunca salió de la pequeña aldea vosga que lo viera nacer. Fue Mitra o alguien que pretendía serlo y un adorador de Mitra o alguien que pretendía serlo. Murió innumerables veces; recién nacido y en la más decrépita senilidad; murió infinidad de muertes violentas e infinidad de muertes en paz, y casi nunca supo que había muerto... igual, casi nunca supo que estaba vivo. Fue padre, fue madre. Violó, sedujo, fue violado, seducido, humillado, honrado, avasallado, ensalzado... fue la maldad y fue la virtud y fue la estulticia.

Vivió embrutecido muchos de sus avatares, embrutecido de alcohol, de opio, de amor o —simplemente— porque fue un simio que estuvo a punto de "ser humano". Escribió poesías y casi nunca supo escribir y a veces ignoró su propio nombre; aún se escenifica por ahí, en un teatro de variedades, una comedieta ridícula y vulgar que nunca vio representada en vida y por la que nunca recibió un centavo.

Las reencarnaciones se le manifestaban una a una —en un orgasmo de fugacidad. Eran, durante un breve minuto, cáscaras que también —a toda prisa— se desprendían una a una. Intuía ya lo que había más allá. La revelación absoluta y —¡cuánto lo deseaba ahora!— el premio a este cruel penar terreno que había sufrido con coraje y virtud, aprendiendo las leyes genésicas de la Creación y las Leyes Fundamentales del Cosmos.

Como una nube que flotara constantemente entre sus recuerdos persistía omnisciente la personalidad del bracmán. Por instantes se preguntaba si estaría dejándose atrapar en las dilatadas redes de la vanidad, si estaría sucumbiendo a la falta de humildad, pero no, el apreciarse con toda justicia jamás sería pecado. ¿O es que él no había correspondido a su alta investidura con rectitud? ¿Acaso su voluntad aspiró alguna vez a algo además que al bien? ¿Habían sus sentidos buscado nada excepto la belleza? ¿Sería que él, el más inteligente de los hombres vivos en ese sublime momento, deseó cualquier gratificación para la mente diferente a la verdad?

No abrigaba ya ninguna duda. Alguna vez pensó, en los años sesenta del siglo anterior, que todo era utopía: que no era sino un un ser humano común y corriente, que la transmigración de las almas era una patraña de sus mayores, anclada en milenios de mitos, miedos y supersticiones. Pero la incertidumbre se marchó con la adolescencia. Durante cien años, sus fantasías lo llevaron a ése, por un breve lapso, incomprensible destino en el que con unos pocos elegidos —a lo largo de miles de generaciones de vírgenes sagradas y santos varones— compartiría el poder absoluto sobre el universo.

Sus personalidades pretéritas continuaban desprendiéndose una a una mientras eran recordadas...: "Es cierto, en este instante no hay un habitante del planeta más digno de ser enaltecido que yo". Unos cuantos segundos y el tránsito habría terminado, un parpadeo, otro más, y él sería Dios, lo Eterno..., el Destino.

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De pronto, supo que el proceso había concluido tal como lo esperara. ¡Ahora sí lo entendía todo!, ¡ahora sí estaba recibiendo la Iluminación! Cuán vano había sido su deambular como ser humano. Ahora comprendía quién era, al fin confrontaba la verdad suprema. Sin embargo..., aún tenía que sufrir una vida más, ahora sí en el máximo peldaño posible de la escalera de la vida. En su boca el sabor a sangre y agua salada aumentaba de intensidad, y cada vez eran más potentes las presencias que lo rodeaban: su madre y la manada de cachalotes con la que comulgaría el resto de sus días mortales. Se le ocurrían elevados ejercicios mentales y una gran cantidad de preguntas filosóficas que, paulatinamente, eran sustituídas con un irrefrenable instinto de mamar, y la pulsión de dejarse guiar por el líder navegante, en contra de los vientos boreales, protegido y mimado por tan dignos espíritus, los Superiores.

Londres, 1921

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¡Singular nombre propio! —exlamó interesado el hombre atrás de la ventanilla, mientras pretendía examinar atentamente la ficha 474LYE-4; aunque realmente tuviera como afán principal dirigir furtivas miradas a su interlocutor— aunque me parece haberlo escuchado antes— continuó en tanto se decidía a dejar de fingir para alternar su abierta y descarada mirada entre el susodicho papel y la figura del solicitante.

La mayoría de los datos concordaba perfectamente con las regulaciones, al menos en apariencia: Simiburgo, Africa Oriental; treinta y cuatro años. Sin embargo, no dejó de llamar la atención del intrigado burócrata que el tipo aquel confundiera el renglón de "Régimen alimenticio especial" con el de "Religión": habiendo puesto cristiano en el primero y ninguna respuesta en el segundo.

Sólo el nombre..., remótamente familiar. Parecía extraño y común a la vez. Verlo manuscrito pulsaba en el empleado una cuerda interior olvidada en los seres humanos de su clase, una cuerda que no había sido rasgada en una centena de generaciones.

—¿Apellido? —preguntó, saliendo de sus divagaciones—. Greystoke —contestó el desconocido—. —¿Ocupación?— exclamó de manera rutinaria quién poco a poco volvía a la cotidianeidad sistemática y aburrida de la Oficina de Refugiados y Repatriados. —Lord— recibió como respuesta. —Firme aquí, por favor y pase enseguida por la puerta "H" para que le den una camisa, un pantalón y un par de zapatos..., eso es..., gracias...

El individuo alto y musculoso devolvió la estilográfica prestada y se encaminó a donde se le había indicado, mientras a sus espaldas el funcionario estampaba el sello. Justo abajo del renglón en que se leía, con garabatos infantiles, la palabra Tarzán.