El puro cuento

Monday, December 31, 2012

Amanecer en rojo


Uc Balaar Mexel contempla el mural, casi a punto de ser concluido y sellado en la pirámide.  La Profecía está también a punto de cumplirse y el planeta que durante millones de años fue hogar para la Familia del Hombre tiene no más de treinta horas de vida.  Camina fuera de la futura Ciudad Sagrada y va pensando en la consagración y en el trazo de las aldeas... Suspira, y en el atrio exterior otea hacia el horizonte, sus ojos cansados buscan algún otro presagio, más señales, mas no imagina el día de mañana, el postrer ocaso de la Tierra —de sobra lo ha visto en sueños, de sobra ha sido dibujado..., ¿cuántas y cuántas estelas se han labrado? Pasan por su mente el jaguar y el quetzal de pĺumas tricolores, la selva umbría y los equinoccios de Kukulkan... Los mayistas y sus piktunes y kalabtunes, ¡qué pueriles!

Pero sus ensueños vuelven una y otra vez a él.  ¿Fue acaso la sangre? El abuelo de Uc era un hacendado Alemán de Ocozocoalco, y a su abuela se la llevaron a trabajar a la casa grande cuando sólo tenía doce años y su madre nació al año siguiente.  En realidad su mestizaje le hubiera impedido ser Sumo Sacerdote, se coló al puesto acaso porque no quedaban muchos del linaje, acaso por la matanza de caciques blancos cuando se le vio arrancar corazones a diestra y siniestra. Piensa que él —el hombre de rojo— tiene un cierto parecido con su abuelo en sus años terminales, la última vez que lo vio. Y si le avisó a éste otro hombre ajeno al pueblo maya no fue por traición, sino para no sentirse tan solo en este mundo.  Y su divagar lo regresa al horizonte, que el día después de mañana se teñira de un rojo aún más intenso.

*

Mireya y Karina están emocionadas, ¡por supuesto que no creen que el Mundo se vaya a acabar!, pero están felices de que hayan adelantado la Navidad para la noche del 21.  Si la medida fue un acuerdo entre las naciones para un cese al fuego en Medio Oriente o nomás por «si acaso», las tenía sin cuidado.  Las cartas, las calcetas y la merienda están a punto, y el arbolito se va a quedar prendido toda la noche, ellas ya no aguantan más, ayer no durmieron por estar en la misa de gallo y en la procesión de madrugada, ¡que raros sus pápás!, rasgándose las vestiduras junto con los de la Iglesia y llevándolas al mall para ver juguetes.  Sería tal vez que lo de anoche no haya sido más que para cansarlas y evitarles ver a Santa,  como lo habían estado planeando durante los dos meses recientes.

En lo que se dormían se pusieron a platicar del Fin del Mundo, ¿cómo sería si fuera cierto?, ¿explotaría el Sol?, ¿la canica azul famosa? Por alguna razón se imaginaban que todo se pondría muy rojo y se preguntaban como se vería desde el espacio, y si sus padres les avisarían cuando llegara el momento y las llevarían al dintel de la puerta de la sala y las abrazarían muy fuerte como cuando los sismos.  Habían leído el Apocalipsis pero les parecía ridículo, eran más espectaculares muchas de las películas que habían visto, incluso en caricatura.  En sus cabecitas infantiles no había lugar para tanta tragedia, pero Santa Claus... Santa Claus, ése sí que es de a de verás, en los pocos diciembres que recuerdan nunca les ha fallado.

*

Ha terminado de empacar el trineo y voltea una vez más al Palacio, los duendecillos lo despiden como todos los años y piensa si volverá a ver el Polo Norte —o cualquier otro sitio del tercer planeta, para ser realistas—, pero se ríe de sí mismo, «jo-jo-jó», ¡no son más que patrañas!  Va a ser igual que siempre, tirar millones de galletitas y litros de leche por el drenaje, certificar que los papás hayan comprado lo más parecido a lo que los niños han pedido, inspeccionar chimeneas, dejarse ver únicamente por un reducido número de elegidos —vaya, para atizar la fe con evidencias— y regresar a casa, unas merecidas vacaciones y a fabricar más juguetes antiguos para los duendes.

En sus vuelos anuales le gusta probar las propiedades aerodinámicas del trineo, la potencia de sus ocho renos mágicos.  Disfruta enormidades —siempre con su jo-jo-jó— los pases rasantes, los rizos, los toneles y las barrenas.  Pero hoy siente que no va a tener ánimos, ¡malditas corazonadas! A su lado están los seis duendecitos y las seis duendecitas que cupieron, que viajan aterrados en el piso del vehículo, tuvo que amarrarlos para que vinieran, nunca se había traído a nadie, sólo por si acaso... Lillehammer, primera parada, y se pasa las palmas de las manos por el traje rojo, a modo de plancha improvisada. Y el costal lleno de sus pertenencias más personales.

*

Santa Claus comprende ahora todo, «Dasher, Dancer, Prancer, Vixen, Comet, Cupid, Donder, and Blitzen, ¡arre!, ¡arre!»

Mireya y Karina nunca sienten nada, se disuelven de manera instantánea, lo mismo que el castillo de princesas y las bicicletas debajo del árbol..., y el árbol.

Los fieles lo acompañan en los momentos extremos, curiosos de ver como será la catástrofe, pero el Halac Uinich busca otra cosa en el horizonte, bastante ha profetizado como para que le interese una explosión por más que sea de dimensiones colosales.

La vigilia acaba cuando la luz del Sol roza el hemisferio visible de la Tierra, el estallido es en azul, verde y amarillo y en pocos minutos el firmamento es de un blanco intenso.   Esto pasó hace unas pocas horas y aumenta la angustia de Uc Balaar Mexel, quien no suspira aliviado sino hasta que distingue contra la explosión la silueta del trineo y su corpulento tripulante, perseguidos cada vez desde más lejos por una llamarada.  Siente que otra llamarada lo traspasa —una de hielo—, no es otra profecía: es el último aliento de dos niñas que salió disparado en su dirección.  Amanece en rojo y así será de aquí en adelante, en Tata'atz, Al-Qahira, Chichilcitlalli, Timud, Ares..., Marte.  Es el planeta rojo, ¡todos los amaneceres son rojos!


Thursday, October 29, 2009

La Edad de Oro

No sé por qué le dicen la 'Edad de Oro', si yo tuviera la oportunidad de ponerle nombre, en algún congreso de Biografía o de Psicología Evolutiva, la llamaría la "Era de cuando juntábamos corcholatas", para mí, tan trascendental como fue, en el desarrollo de la humanidad, el descenso de los árboles o los kokemodingos, y sin la que no podría yo entender mi historia personal. Sin embargo, nunca supimos para qué juntabamos corcholatas.

Ahora con las taparroscas, los tetrapakes y tanto tipo de frasco tan ingenioso, casi nadie recuerda las corcholatas. Pero ellas fueron imprescindibles para la distribución de los refrescos: las cocas, las pepsis, los oranchis y el sidral mundet carecerían de significado alguno si no hubieran pasado aquella etapa; ¡ah!, y qué decir de las cervezas. Mas nunca supe de alguien que supiera para qué juntábamos corcholatas.

Fue allá entre tercero y cuarto de primaria, quizás hasta el quinto, que una de las principales preocupaciones mías y de mis compañeros fue coleccionar esos interesantes artilugios consistentes en una mini-cazuelita de hojalata con un sello de corcho —luego los hubo de goma, incluso de papel plastificado— y pintada con la marca registrada del respectivo contenido de las botellas. Y digo que nunca supimos para qué juntábamos las corcholatas porque después, con las latas, el periódico viejo y el cartón, sí que obteníamos las que para esos años eran pingües ganancias con las que irnos de campamento, mas con las tapitas, fichitas, o como quiera que les digan en otros lugares de Latinoamérica, nada. A veces utilizábamos una como sucedáneo de balón de futbol: una, acaso dos, las demás eran para el cofre del tesoro. Con fines experimentales poníamos algunas en los rieles del tren, las que luego ocuparon los lugares de honor en la exhibición, en un estuche viejo o una tablita forrada de terciopelo.

Hay cosas que recuerdo de esta época: el cálculo mental, el campo de tierra, las broncas a la salida... Y de los sonidos, el que mejor recuerdo es ese restregarse de unas contra otras, de tintinear en el bolsillo o en un costal, o el de aventarlas con una sofisticada técnica de prestidigitación a la manera de un platillo volador, raudas y sibilantes.

Los mejores lugares de reunión para nuestra cofradía de cazadores-recolectores de corcholatas, eran esas esquinas donde una miscelánea de tráfico pesado había provocado un trencadis de corcholatas aplastadas sobre corcholatas aplastadas por infinidad de vehículos, un despliegue multicolor de un profundo contenido místico para los iniciados.

Hoy los tiempos han cambiado, hay pantallas de televisión de plasma, teléfonos celulares, convertidores catalíticos y telescopios en órbita, hay envases de refresco de cuatro litros y paquetes de cinco tuinquis guonder, los hombres toman viagra y las mujeres agua de bonafont fem, todo mundo tiene cablevisión y los Estados Unidos siguen en Irak. Pero todavía no sabemos —yo creo que nunca nadie lo va a saber— para qué juntabamos corcholatas.

Wednesday, December 17, 2008

Stille Nacht [Jeribeque cinematográfico para Ana Cecilia]

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Alles schläft; einsam wacht
Nur das traute heilige Paar.
Holder Knab im lockigten Haar,
Schlafe in himmlischer Ruh!
Schlafe in himmlischer Ruh!

A lo lejos, el pesebre con María, José, los animales y el niño. Una docena de pastorcillos se acerca, vienen reverentes y tímidos, casi con miedo. La cámara se acerca con lentitud hasta hacer un close-up del recién nacido. La música, que ha ido in crescendo a partir de la cota mínima, se distingue ahora en toda su claridad. Se trata de Noche de Paz pero, cuando aumenta la resolución auditiva, resulta evidente que escuchamos un idioma extranjero. De manera efectista, el director escogió el original en alemán.

No es importante premio alguno, a pesar del envío de copias a los festivales. La verdad es que la obsesión es por el mensaje: la tiranía se extiende sin que nadie pueda imaginar siquiera detenerla. Resulta obvio que la alusión al Medio Oriente tiene dedicatoria, máxime porque ésa es la cuna del sustrato ideológico de la superpotencia. Es diciembre, las guerras siguen viento en popa y cada vez hay menos oposición, quizá por la represión más y más descarada.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Gottes Sohn! O wie lacht
Lieb´ aus deinem göttlichen Mund,
Da schlägt uns die rettende Stund´.
Jesus in deiner Geburt!
Jesus in deiner Geburt!

La cámara panea con meticulosidad hacia el desierto, hacia la entrada tan pomposa de los Magos. De pronto, en una complicada serie de reverse shots reconocemos a la mayoría de los protagonistas: el carpintero, la madre, los ángeles que aparecen desde lo alto, las virginales cabrilleritas..., ¡hasta el famoso centurión que rompe en llanto! Muy pronto se atiborra una multitud en la escena, son miles de lugareños y otros tantos peregrinos. La música se ha vuelto un sonsonete de tan repetida. De pronto, se escucha un zumbido a lo lejos, casi en off, como si el soundtrack se hubiera contaminado.

La suma de toda la crueldad de la Civilización combinada con lo que representa el mayor caudal de bondad con que cuenta Occidente. Habrá quien se rasgue las vestiduras, pero sabe que la crítca no durará sino hasta que le caiga encima la censura. Sus esperanzas están al otro lado del océano, en una Europa que tal vez alcance a despertar, o acaso en un Mundo Tercero que de no tener mucho que perder pudiera reaccionar al mensaje.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Die der Welt Heil gebracht,
Aus des Himmels goldenen Höhn
Uns der Gnaden Fülle läßt seh´n
Jesum in Menschengestalt,
Jesum in Menschengestalt.

El ruido es ahora más definido, los helicópteros barren la arena y el aire se inunda con ráfagas de plomo y bengalas de magnesio. Es posible, no obstante, escuchar el coro celestial que persiste junto al villancico navideño. Cuando los tanques entran, aplastando todo a su paso, pequeños arroyuelos de sangre se insinúan en la pantalla. Cuando las bayonetas, en fake shemp, comienzan el acuchillamiento, la melodía se apaga con los gritos de las mujeres siendo violadas. Aumenta el rugir de las máquinas, el crujir de huesos. Un soldado llega hasta María y le introduce un tolete en la vágina, sus compañeros llegan y orinan encima de la pobre niña.

Esto sucede en todas partes, las huestes del Imperio matan, violan, se extasían con el sufrimiento de los inocentes. Se sabe de muchos lugares en donde, a pesar de no existir un ejército al que enfrentar, se aplica todo el protocolo de tácticas de devastación, estos marines se alimentan del dolor, de la muerte lenta, de la falta de corazón de generales y senadores.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Wo sich heut alle Macht
Väterlicher Liebe ergoß
Und als Bruder huldvoll umschloß
Jesus die Völker der Welt,
Jesus die Völker der Welt

El juego con las aperturas de campo se combina con un flujo óptico desesperado y desesperanzado. Un oficial, eufórico, carga una criatura hacia el alambrado de púas recién construido por los zapadores, con dos fusiles hace una cruz y ordena que amarren al niño a ella. Con una pala de campaña otro le perfora el costado. Le ponen una corona de espinas y un letrero pirograbado que establece que aquí murió el Rey de los Judíos.

En el estudio, se comienza la edición, los camarógrafos embalan sus equipos y todos brindan por el éxito del cortometraje, se trata de mujeres y hombres valientes, con sólidas convicciones. Es menester que todo esté terminado está misma noche, mañana muchos andarán huyendo. Se escucha un zumbido, una mano intenta bajar el volumen de la grabadora que hace unos instantes alguien encendió para escuchar una vez más Noche de Paz, pero la explosión de una granada provoca las primeras muertes.

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Lange schon uns bedacht,
Als der Herr vom Grimme befreit,
In der Väter urgrauer Zeit
Aller Welt Schonung verhieß,
Aller Welt Schonung verhieß.

Los soldados ingresan al galerón con inusitada e inútil espectacularidad, un negro enorme se baja los pantalones y se abalanza contra la continuista, pequeña de catorce años —hija del asistente, quien sucumbe ante un machetazo cuando intenta salvarla— a la que penetra con el salvajismo acostumbrado. Las ametralladoras ronronean —dechado de original brutalidad— las notas del villancico, mientras que doscientos hombres —ebrios de lujuria, heroína y matanza— balbucean los versos... en inglés. Al director lo crucifican sobre dos polines que rebotaron por ahí, le clavan en la cabeza una botella rota de bourbon y le rocían en los ojos un spray de laca.

Al tiempo que expira, viene a su mente una imagen perdida en la infancia: una tarjeta navideña, que ahora cobra vida y se despliega ante él con fondo musical, Noche de Paz, Silent Night..., Stille Nacht! A lo lejos, el pesebre con María, José, los animales y el niño. Una docena de pastorcillos se acerca, vienen reverentes, tímidos, casi con miedo... El recién nacido...

Stille Nacht! Heilige Nacht!
Hirten erst kundgemacht
Durch der Engel Alleluja,
Tönt es laut bei Ferne und Nah:
Jesus der Retter ist da!
Jesus der Retter ist da!

Insomnio

La casa duerme. Los niños también, emocionados ante la perspectiva del día siguiente que, de acuerdo con la tradición, traerá el opíparo banquete de Navidad, el intercambio de obsequios y horas y horas de danzas, juegos y golosinas.

Bien poco saben ellos de tantos hogares cuyos festines serán cancelados, sin nada que celebrar. Ni saben de la angustia de sus progenitores queridos a lo largo de los minuciosos preparativos, angustia que hoy, mientras ellos sueñan, se acurruca entre mullidos edredones y apretura palpebral. En la chimenea las brasas permanecen encendidas —así lo marca la ley—, vigilantes, prudentes, por si a nuestro señor de traje rojo y barbas blancas se le ocurre visitar esta familia.

El padre no se abandonará al descanso, pero percibe que su compañera decidió drogarse para conseguir amanecer otro veinticinco de diciembre. Y mortificado la perdona. Él mismo ha bebido, tembloroso, seis o siete tragos. Se aferra a la almohada como quisiera tener aferrados a sus hijos —como quisiera tener aferrada la propia niñez, sus tan caros recuerdos.

El hombre piensa en Mireya, tierna y pizpireta como ninguna, de mirar límpido e innata nobleza. Cuántas ilusiones se ha llevado a la cama, cansada de pedirle a la madre, una última vez, el repertorio completo de los Cuentos de las Navidades Felices. Cómo mira el arbolito antes de retirarse, atiborrado de todas esas luces, festones y esferas, y cómo respira tranquila y despreocupada, con la inocencia y confianza propias de su edad y de una salud perfecta. Igual sucede con Diegolín, primoroso chiquillo que ha pasado las pruebas generales con óptimas calificaciones. El mismo examen físico que él y sus hermanos tuvieron que aprobar hace casi treinta años: y luego las repentinas desapariciones de compañeritos y vecinitos, y las lógicas explicaciones: vacaciones en fabulosos palacios, maravillosos viajes alrededor del mundo, premios increíbles, becas multimillonarias.

Acaso hoy evoca los hermosos juguetes en sus glamorosas envolturas, o los villancicos, o las mil razones para la resignación, para entregarse al destino. Abre, de súbito, los ojos. Teme que aparezcan desde el pasado las facciones yertas de Rosario y Martín —vuelve a cerrarlos.

Hogar, dulce hogar. Karina cumplió en abril doce años. De ella únicamente le preocupa que quede grávida muy joven, ¡desea que viva!, que se demore uno o dos lustros en parir criaturas en aras del Servicio, que la fortuna sonría para su bebé en los sorteos. Además le perturba la inminencia de tener, demasiado pronto, la obligación de explicarle el verdadero espíritu de Nochebuena —mil veces ha anticipado, abatido por la tristeza, el lúgubre momento.

¿Cómo pueden romperse de tajo las lindas fantasías pueriles sin que se rompa el corazón? Él, también, hace no muchos ayeres, creía...

Durante el año se escuchan rumores, se cuchichean esperanzas, se tejen alegrías. Se dice que hay quienes han tomado a sus críos y escapado a lugares remotos. ¿A dónde? Se habla de talismanes y amuletos, de fórmulas matemáticas y de supuestas cantidades exorbitantes de dinero que compran y garantizan inmunidad. Sábese de aquellos que nunca fueron tocados por la desgracia, ¡él no sabe de ninguno! Se dice que hay disidentes, rebeldes, hombres libres armados y dispuestos a todo. Pero conforme se acerca el invierno, no hay más certeza que la de quienes prefirieron acuchillarse con sus seres queridos o arrojarse de algún acantilado, abrazados de niñas y niños, espantados ante otra vigilia de mortal incertidumbre.

Afuera, la cellisca acalla el ulular de las aves de mal agüero, y el tiritar de los huesos del pobre hombre disimula el ruidoso reptar de los basiliscos. A ratos llega el silencio, y entonces oye el pezuñerío de los renos en el tejado, infernales cascabeles y estentóreas carcajadas. Es una imaginación que se sale de cauce e imagina esa cruel boca junto a los oídos de los pequeños, musitándoles que ya es hora, que es tiempo de partir para siempre jamás —y los olfatea con delectación. Es su conciencia que grita que las cosas podrían ser de otro modo, mas el grito se apaga entre sollozos y en cada lágrima cuajan añoranzas de aquella infancia dorada, dulquérrima, dichosa: cuando creía, cuando Santa —Santa Claus— sólo era un mito.

Sunday, June 19, 2005

Un incidente de aviación

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Era un vuelo tranquilo, pero la presencia de un enorme animal peludo sentado tres filas adelante comenzaba a inquietarme. Singular paradoja, porque nadie parecía percatarse de la incongruencia de la situación.

Traté de pensar en otra cosa, mi timidez impedía que preguntara acerca de tan absurda presencia y mejor miré por la ventana, desde donde pude distinguir, disimulado por las nubes, el Oceáno Atlántico. Más increíble me pareció aun que la señora de junto, una como de sesenta años, comenzara a explicarme que el oso de anteojos sudamericano, cuya especie estaba representada en este vuelo 602 es, de entre los Úrsidos, el único pariente vivo del famoso panda; y que si hubiéramos llegado tan solo unos instantes cósmicos antes a la escala evolutiva, habríamos conocido también a los no tan célebres osos de cara chiquita y de cara grandota, y al oso cavernario de Florida. La señora por fin se calló, mas un rato después pude escuchar que balbuceaba algo acerca de los Tremarctinos, mientras un hilillo de saliva que le escurría de las comisuras alejó mi mente de la bestia que en ese momento recibía una copa de champaña de la azafata.

Las manos me sudaban de forma copiosa, y las dudas acerca de mi cordura me obligaban a clavar una y otra vez la vista en el enorme oso que ahora tenía un libro entre las manos. Lo que más me chocaba era que su lucecita fuera la única prendida, el resto de los pasajeros estaba viendo la película.

De súbito, sonó la campana que anunciaba que era necesario abrocharse el cinturón de seguridad. Acababa de empezar lo que parecía ser una fuerte turbulencia. Se prendieron las luces e instantes después se escuchó una explosión. Lo confuso de los minutos que siguieron hizo casi imposible que la tripulación explicara el procedimiento de emergencia. Los alaridos, imprecaciones y gimoteos saturaron la atmósfera. Lo que estaba claro era que en un muy breve lapso habría un amarizaje de emergencia, violento en extremo, y que el peligro era gravísimo e inminente.

Entonces reparé en el oso, a quien había olvidado por completo. Su semblante sereno me tranquilizó, y pude ver que en cuantos volteaban a verlo surtía ese mismo efecto. Con calma, comenzó a ponerse el chaleco flotador, aunque era notorio cómo le costaba trabajo, dado lo torpe de las zarpas y lo reducido del tamaño de la prenda salvífica.

Yo era, quizás, el único consciente de lo estrambótico de la escena. Pero eso ya no importaba, ni importaba la cháchara de la surreal señora a mi lado, ni importaban todas mis elucubraciones de las dos últimas horas. Mientras ponía atención a las minuciosas indicaciones visuales de mi guía, confié en que, ya a la deriva en el Océano Pacífico, él estaría allí, asumiéndose como líder y capaz de conducirnos a todos hacia la salvación.

Ahora lo sabía, ya había yo vivido este accidente, morí en una terrible catástrofe, en un vuelo 602 México-Madrid sin nada de especial, sin ningún pasajero excepcional. Y este déjà vu, incompleto y con el oso añadido, no era sino un eco. No obstante, es posible que yo no muriera así, y que nunca hubiera un vuelo 602, sólo mi deseo, asaz insatisfecho, de conocer Europa.

No sé, tampoco, si ésta es la única réplica de mi ser, acaso estoy muerto desde hace años y mi memoria vaga en pena soñando experiencias cada vez más frágiles, mientras mi persona se diluye poco a poco en la nada hasta que lo más natural sea no haber nunca sido. Cuando vivo, lo principal era no estar muerto, aunque muerto lo que hay que destacar es nada, no hay nada contra lo que comparar este estado...

Soy un oso de anteojos sudamericano que viaja en el vuelo 602 México-Madrid, parece que no he llamado la atención de nadie, excepto la de aquel señor que estaba sentado aquí atrás. Algo me perturba, sin embargo, el piloto se parece a Luis XIV. Espero que haya champaña.

Friday, February 20, 2004

¡Al Infinito y más allá!

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Resucitó al tercer día, según había prometido. Las cinco semanas siguientes transcurrieron como si las viviera otra persona. No hubo más asuntos políticos ni interminables arengas teológicas. Todos, alrededor suyo, parecían estar tomando decisiones y diciéndole que hacer. En realidad nada le importaba, sólo asentía de manera cortés, con movimientos de cabeza y gruñidos que no significaban nada y a los que nadie hacía caso.

Llegó el momento de la partida, la apoteosis de su misión, ascendería al Paraíso, a su Padre y lo carcomía el nerviosismo. Era apenas —estaba consciente de ello— la segunda Ascención en la Historia, y siempre consideró que a Elías lo ayudaron en demasía, en una forma exageradamente teatral, por cierto —con el carro de fuego y aquella parafernalia de explosiones y meteoros que dejó pasmados a los antiguos.

Las mujeres, los discípulos y un montón de curiosos estaban reunidos desde temprano. María su Madre y María Magdalena lo tenían cada una de un brazo mientras que, a unos cuantos pasos, Pedro y Juan se afanaban ultimando los detalles.

El gran acontecimiento ocurrió en el momento planeado. Sin mayores preámbulos Jesús comenzó a elevarse de entre los vítores, lágrimas y aplausos de la multitud que rugía y lloraba de la emoción. Muy poco a poco, se acercaba a la nube brillante que lo ocultaría para siempre de los ojos humanos, y en la que haría la entrada triunfal a los salones celestiales de Dios Omnipotente.

Cuando alcanzó una altura considerable, y los vapores dorados lo envolvieron casi por completo, empezó a percibir que se le dificultaba la respiración, al tiempo que el miedo y la angustia lo obligaban a cerrar los ojos. Disminuyó la velocidad y sintió un vértigo que le sobrecogió las entrañas. Sin poder resistir, se detuvo por completo mientras luchaba con el terror que lo tenía atrapado.

Sin embargo, no podía hacer el ridículo, era demasiado el peso de la responsabilidad que se había echado encima. Lo peor debería estar en el pasado: la Crucifixión, los tormentos, la humillación y la traición, que fueron todo lo crueles y difíciles que pudieron ser. Mas ahora Él era su propio enemigo, ésta era la mayor de las pruebas. Ya oscurecía cuando se decidió a disminuir la altitud.... El alivio fue inmediato.

Un par de horas después tocó el suelo, nadie quedaba alrededor, un largo rato había pasado desde que el paraje quedara abandonado, habiendo partido todos a esparcir la Buena Nueva, henchidos de vehemencia e ímpetu sagrado.

El Cristo emprendió el camino de Damasco, con la intención de unirse a una caravana con rumbo al Oriente, preguntándose si alguna vez haría acopio del valor para volver a intentar el despegue. Por el momento, su urgencia era abandonar Palestina con toda la celeridad posible. Preferiría ser martirizado de nuevo, escarnecido mil veces por sus enemigos, a soportar la vergüenza de verse descubierto.

Thursday, November 20, 2003

Sarta de aventuras

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¡Ah!, la primavera amigos... y yo al final del otoño de mi vida. ¡Mas no siempre fue así! Acérquense y les contaré por qué, bajo mi mando, las Huestes de la Emperatriz del Añil Firmamento disiparon para siempre la amenaza de los alados demonios que llegaron de la Mesopotamia. Aquellos mismos engendros que devastaron el Continente Occidental, haciendo esclavos eunucos de todos los hombres y amancebándose con las mujeres jóvenes, asesinando a las viejas y preservando en oscuros calabozos a las niñas —divirtiéndose en asustarlas con horribles alimañas y torturándolas por las noches como remedio contra el insomnio.

Estábamos en desventaja numérica pero diseñé la estratagema que me hizo tan célebre que aún hoy, en Ciudad Nadir, exactamente en las antípodas de nuestro amado Monte Bramwygal, juglares y trovadores cantan mis hazañas, atribuyéndoselas a míticos héroes y fabulosos hijos de los Dioses. El castañeo de las jarras se acalla cuando el bardo de turno, con su historia empapada de cerveza y la garganta ahíta de cantar, comienza a narrar mis travesías, mis desencuentros, mis periplos..., mi suerte —mientras el dueño empieza su cotidiana rutina de pulir hasta el brillo inmaculado la cubertería de plata y finge que no escucha el poema de mis aventuras. Pero hoy es ante ustedes que está, en el ágora y por unos cuantos fierros narrando sus aventuras, el general favorito de la más grande y amada soberana que conocieron las Edades. Arrojadme algún dobloncillo adicional y quizás os cuente de otras formas en que amé a tan augusta majestad.

Mi sombrero y sus viejos agujeros son todo lo que queda de mi piel de batalla mas todavía tienen cupo para su dinero, ¡éso es!, aprovéchense de mí, en ningún lado encontrarán leyendas tan baratas ni aventuras más verídicas que las mías. Hasta les platicaré que comencé como un sucio recolector de bayas en el País de los Bárbaros, con mi pobre familia que buscaba cobijo en la ruinas de los antiguos y que aprendió a leer en las inscripciones de los monolitos. ¡Gracias madre querida!, ¡dulce consuelo hoy en mi vejez! ¡Arrúllame cuando llegue mi hora! Sí, mis hermosas damas y gentiles caballeros, ella conocía las letras y me enseñó. Mantened alejados a sus rapaces y hacedme también el favor de no rebasar la raya. Mi voz potente es todo lo que me queda y alcanza para una tarde completa de historias.

Y son únicamente historias lo que me tocó vivir, nunca pasé más de una luna sin tener que usar la espada y no recuerdo haber soñado sino cuatro horas de un tirón y con la mitad de la cabeza en alerta. Les juro que, en cierta ocasión, seguía yo dormido cuando tuve que matar a tres hombres que trataron de sorprenderme en mi propia tienda. Recuerdo un día en que cabalgué hasta que pasaron seis noches, luego de pedir que me amarraran a un asta improvisada sobre mi montura y con una caña de xuc en mi boca sorbiendo de la tinaja calada a mis espaldas. Durante esa travesía repetí cual tarabilla, dos veces, todos los capítulos del Libro Sagrado de la Jera. ¡Acompáñeme!, porque hoy repito todo de mi memoria, sin cambiar un adarme a la epopeya de mi vida —¡Ea!, ¡muchachita!, guarde su calderilla, ¡le acepto un beso!

Dejé mi tribu siendo casi un niño. Me uní, con la bendición de mis padres, a una caravana que se dirigía al poniente a embarcar sus mercaderías en los puertos del Mar de las Islas, y me embarqué yo con ellas a despecho del aquilón que se convertía en el huracán que me lanzó a la costa de Caletre, justo en la metrópoli de la recién Coronada Diosa vivente, a la que dejé de servir el día que fue recogida por la muerte. Le hice, como ya les conté, más de un servicio, sin beneficiarme nunca de ello. Me enlisté como tantos otros chamaquillos de ojos soñadores, y a fuer de mis propíos méritos llegué a comandar el más grande ejército que conociera el Mundo. ¡Erria, erria!, que mis palabras necesitan la música del tintineo del escaso premio que vuestras mercedes quieran concederme.

Pero comienzo, y disculpad si leo, ¡no vaya yo a mentir! «Los dirigibles que se quemaban en la planicie la noche del solsticio de invierno eran todos los de la orgullosa flota de la Famosa Emperatriz del Sol. Siendo yo el Caudillo, no tuve más remedio que obligar con esta medida extrema a mis mesnadas, para seguir rumbo a la fortaleza de Burj-Kes, bastión principal del Mbusa Ngiri. En una de las inscripciones mi madre y yo leímos que los soldados más fieles lo son porque en sus corazones ya perdieron la batalla. Aquella madrugada, todos se hubieran ofrecido para asesinarme a la luz de la colosal hoguera que era la llanura en la que habían aterrizado sus naves voladoras ssiete días antes, mas un par de horas después no había uno sólo que no estuviera ansioso de marchar a la conquista de la legendaria Ciudad de las Torres de Ámbar.

«Los oficiales mercenarios nunca desconfiaron de mi capacidad sino hasta esa mañana cuando las tropas fueron diezmadas por los arqueros del infierno, fuímos tomados por sorpresa y al serme requeridas las órdenes me hallaron paralizado —hoy todos saben que no de terror, sino de incredulidad y decepción. Fue en ese momento que se rompió la racha de éxitos y triunfos que nos había acompañad desde que salimos de la Patria. Por eso dispuse la deflagración de los dirigibles, incluso de mi fiel, la hermosa Wiraru Iridiscent...»

¡Ahora tengo sed!... ¡Tú, chiquillo!, toma dos, tres piezas de a cinco, ¡no más! y tráeme una jarra, el resto sentaos, o iros, no importa... de aquí en adelante la saga se deshilacha sola. Pero estad atentos si deseáis oir de la noche perpetua de las brujas, y de sus cazadores los arcángeles, jurados masacradores de las que beben del hontanar la muerte-viva. Prestadme oídos si queréis asombraros con mis desventuras en el pueblo de los semiríes, nación de rostros y cuerpos hermosos cuyas hembras son los machos.

¡Encended una hoguera que arrecia el frío! Y debo revelarles, ¡Los Altísimos me perdonen!, que nuestro Emperador Ungido, que a la muerte de su madre me echó a la calle, es mi hijo, cuyo secreto traiciono nada más porque en este crepúsculo mi lengua corre a mayor velocidad que vuestra munificencia. ¡Que se conserve muchos años y sea próspero su reinar y nunca le falte a mi tierra su égida! Y, si amanecen conmigo, a la aurora estarán a pequeños pasos de conocer el secreto de la vida eterna y la única fórmula magistral que provoca el muy leal amor ciego; los siete conjuros para invocar al maligno en caso de necesitar vender alguna vida inútil; y de como se entrenan para la guerra los iguanodontes; y de los abominables piratas del aire que degüellan doncellas para beber hasta la última gota de sangre virginal... Y para esos dolores de los huesos traigo el elíxir de Turandas ¡porque habéis de saber que fui yo quien capturó a la Sanctamaru con su cargamento de polvos, pócimas y mejunjes!

Y plugue a los Inmortales prestarme saliva para soñar con vosotros las prostitutas sagradas de Nimra, las fiestas interminables de Mezclisi, mis correrías en tantos años que tuve de oro, el oso que me comí para apaciguar al Rey de Merkior y de las cabezas reducidas con las que compré a su hija.

¡Andáis en busca de aventuras? No os afanéis más, aquí las traigo a plenitud, todas ellas reales y vividas de primera mano. Esta noche el mundo se detiene a escuchar a este anciano, de garganta reseca y palabras que se le escapan ávidas de ser cinceladas en vuestros blandos corazones. ¡Ah!, la primavera... y yo al final del otoño de mi vida.